miércoles, 9 de abril de 2008

La disputa por el pastel

Publicado en Milenio Diario
Paradójicamente, ahora que los partidos son más importantes y poderosos padecen, en mayor o menor grado, graves dificultades en su vida interna. Este domingo pasado, el PRD eligió —o eso parece— su dirección nacional. Los resultados hasta hoy plantean, una vez más, duda sobre la confiabilidad de sus procesos internos. Al PRD, desde su origen, se le ha dificultado la democracia en su seno; lo diferente ahora es que el desenlace tiene una fuerte cuota del futuro, el de todos, no sólo el de sus militantes o simpatizantes. La reconciliación no debe construirse a costa de la legalidad, la que es difícil de resolver si las irregularidades son tan serias como se ha revelado. La nulidad del proceso interno es la opción. Es revelador, contrario a lo establecido en la reforma electoral, que es el Tribunal Electoral la instancia para dirimir la diferencia. De cualquier manera, no deja de extrañar la intransigencia del discurso hacia afuera y la descomposición hacia adentro.

En perspectiva, ningún partido puede presentarse como modelo de democracia. El PAN, a diferencia del PRD, de inicio pudo resolver la competencia interna sin comprometer la cohesión y su credibilidad. En 1975 la rigidez de sus reglas impidió presentar candidato presidencial. Se aprendió y pudo lograr un crecimiento importante en años posteriores. En 1999 inicia un proceso que revierte este rumbo fundacional de democracia interna, al abrir espacio a la designación de candidatos por aclamación; sin embargo, recuperó este sentido de democracia al elegir a su candidato presidencial en 2005 a través de un ingenioso proceso de elecciones primaras. Lamentablemente, no sirvió como precedente para la designación de su dirigencia nacional dos años después, regresando el precedente de las unanimidades por aclamación.

El PRI inauguró las elecciones primarias para la definición de candidatos. La primera experiencia ocurrió en Chihuahua al designar candidato a gobernador, cuando el PAN con Francisco Barrio gobernaba la entidad. En la determinación contribuyeron los resultados adversos en Zacatecas y Aguascalientes, los que hicieron evidente que la forma tradicional de definición de candidatos hacía vulnerable al partido en la elección constitucional, con frecuencia frente a un priista desafecto. El resultado en Chihuahua fue satisfactorio en la medida en que prevaleció la unidad, en buena parte mérito de Artemio Iglesias, candidato no favorecido, quien dejó una lección de lealtad y civilidad, lo que facilitó que el PRI regresara al poder. Este tipo de procesos no tuvieron los mismos resultados como quedó evidente en Baja California Sur, Nayarit y Tlaxcala. La causa mayor fue el intervencionismo de la estructura de gobierno local en la elección interna.

El paso más significado en democracia interna del tricolor lo constituyó la elección de su candidato presidencial a finales de 1999. En el proceso participaron 10 millones de ciudadanos, casi un millón de votos más que los que obtuviera seis años después el candidato presidencial Roberto Madrazo. Sin embargo, la derrota en la elección de 2000 dio fuerza a la idea de que la democracia interna debilitaba y dividía. Esto explica que prevalezcan, con singulares excepciones, fórmulas no democráticas para la elección de candidatos. La dirigencia nacional fue elegida a través de electores por los consejos políticos estatales, resultado legitimador y consecuente con la voluntad de la mayoría de los priistas, sin embargo, lamentablemente en muchos estados prevaleció el alineamiento de los consejeros con la postura del gobernador tricolor.

Los partidos pequeños no han podido desarrollar procedimientos de democracia interna que los muestren como opción respecto a los tres mayores. Incluso el partido Alternativa Socialdemócrata vive una disputa por la dirección nacional, así como por el sentido de proyecto que le dio razón de ser.

Ahora que los partidos son más importantes, sus dirigencias no han hecho mucho para acreditarse en esa condición. Se han olvidado de ser soporte al proceso democrático y de libertades políticas para ser usufructuarios de las nuevas condiciones de la democracia. Las dirigencias han resentido que el IFE y el Tribunal Electoral sean las instancias que aseguren la legalidad y la democracia en los partidos; con la reforma se intenta que éstos dominen al IFE a través de las atribuciones de la Cámara de Diputados para la designación, supervisión y relevo de consejeros.

Las dirigencias han buscado cambiar la relación que existe entre el IFE y el Tribunal Electoral respecto a los partidos, eso queda de manifiesto en la reforma electoral. Circunstancia que ha tenido lugar a costa de las atribuciones de los órganos electorales de autoridad para salvaguardar la legalidad y la democracia interna. La embestida no concluye allí; también es evidente el deseo del sector político dominante de reducir los espacios de deliberación y participación a través de los medios de comunicación, particularmente la radio y la tv.

Ya lo hemos señalado: no hay democracia sin partidos fuertes y modernos. Lo primero se ha logrado; en lo segundo hay involución, lo que afecta a los órganos de representación como son las cámaras federales y los Congresos estatales. La crisis es más que una cuestión de representatividad; no es un problema de los partidos como tales. Son sus cúpulas, en algunos casos, las informales, las que se sirven del espacio partidista, tergiversan una representación colectiva y, en no pocos casos, buscan ganar poder para sus intereses particulares.

Frente al distanciamiento de la sociedad sobre la política, la complacencia de los legisladores gana terreno sin advertir que también ellos serán víctimas del autoritarismo partidario. La vida democrática padece un estado de descomposición que todos pueden ver, pero que pocos están dispuestos a cambiar. La agenda a futuro es la modernización de los partidos.

Por ahora, no está por demás denunciar que, de aprobarse la reforma al régimen presidencial, éstos y no otros serían los partidos que elegirían al jefe de Gabinete. Una predecible disputa por el pastel del poder gubernamental por una generación que, con todo por delante para trascender, en su cortedad parece haber optado por el fracaso.

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