miércoles, 1 de octubre de 2008

El fracaso socialdemócrata

Por: Jorge Javier Romero Opinión

Cuando en 1996 un grupo de entonces jóvenes intelectuales comenzamos a reflexionar sobre la necesidad de impulsar un proyecto socialdemócrata, estábamos pensando en una izquierda que se hiciera cargo de las difíciles concreciones de la realidad por transformar, que actuara en la política nacional con una agenda radical, pero con estrategias pragmáticas, que buscara acuerdos, pero tuviera un programa en torno a la cual negociar y que, sobre todo, hiciera política sobre la base de la deliberación democrática de personas autónomas, ciudadanos libres que coincidieran en torno a un proyecto común por voluntad propia. Pensábamos en la necesidad de hacer una crítica material a una izquierda reactiva, poco preocupada por la elaboración ideológica y programática, que había dilapidado capital político muy importante por su incapacidad para pactar reformas y que era muy dada al maximalismo del todo o nada.
Nos considerábamos socialdemócratas porque veíamos los éxitos de esa corriente en los estados de bienestar y libertades construidos en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No era la primera vez que en México se hablaba de socialdemocracia. En los tiempos de Muñoz Ledo a la cabeza del PRI, la Internacional Socialista, de Willy Brandt, había tratado de incorporar a su corriente a diversos partidos latinoamericanos de toda laya, que supuestamente podrían ser ganados a una concepción moderna de la política. El PRI no llegó a entrar a la IS más que como observador en esos tiempos, pero otros, como Acción Democrática de Venezuela o Liberación Nacional de Costa Rica se encargaron de desprestigiar la etiqueta socialdemócrata en el continente. Después hubo un grupo, el de los hermanos Sánchez Aguilar, que también usó el nombre.
Nosotros, entonces, queríamos identificarnos con una izquierda moderna y democrática, en contraste con los grupos que seguían sin comprender los cambios que en el mundo se habían dado a partir de la desaparición de la URSS y su bloque, y de la crisis de la idea de que la sociedad podía ser reordenada desde el Estado. También queríamos hacer una crítica a las políticas mexicanas de los años setenta, que habían conducido a la crisis de los ochenta, tan añoradas por muchos políticos del régimen del PRI desplazados y que se habían reciclado en el PRD.Cuando aquel esbozo de 1996 se fue concretando en Democracia Social, el eje de nuestro programa lo pusimos en una agenda de derechos y libertades ciudadanas.
Los temas del combate a las múltiples discriminaciones o los relativos a la política de género, el aborto, o los relativos a un desarrollo sustentable regulado por el Estado, no eran ocurrencias desarticuladas, sino que eran parte de un proyecto que tenía como principal objetivo el combate a la desigualdad. No era una agenda de temas peculiares.
Era la manera de concretar un programa político de izquierda democrática, donde un Estado fuerte, pero apegado al orden jurídico, cumpliera con su responsabilidad de regular al mercado para evitar sus consecuencias depredadoras y garantizara la igualdad jurídica por medio de derechos de ciudadanía realmente efectivos, no sólo enunciados en el papel; un Estado laico que reconociera la diversidad de una sociedad que ya no cabía ni en un solo partido, ni en una sola confesión religiosa, ni en una sola forma de familia.
El debate en Democracia Social fue intenso. Si bien, la candidatura de Patricia Mercado no prosperó dentro del partido para la campaña de 2000, el programa se abrió paso. Rincón Gallardo alcanzó su mejor momento cuando en el debate presidencial de aquel año lo expuso ante la sociedad. Faltaron unos cuantos votos para permanecer. Vinieron entonces el malogrado Partido de la Rosa y, al mismo tiempo, México Posible. La agenda del segundo pretendió ser más provocadora de discusiones; las condiciones de la competencia fueron muy adversas y el proyecto fracasó. Ah, por cierto, en aquella campaña, la de 2003, apareció un grupo sin pena ni gloria incapaz de proponer una sola idea que pareciera novedosa. Creo que se llamaba Fuerza Ciudadana.
Vino, además, Alternativa Socialdemócrata, nacida con el lastre campesino, que deformaba la idea de un partido de ciudadanos. Las exigencias del registro, traba antidemocrática de nuestro arreglo político, llevó a los promotores a un acuerdo que deformaba cualquier posibilidad de una organización política de auténticos ciudadanos autónomos. Los pretendidos campesinos acarrearon a sus clientelas y llevaron sus métodos de control al naciente partido. El conflicto estalló cuando hubo registro y se debió definir la candidatura presidencial y, con ella, la oferta electoral.
Entonces sí pudo salir adelante la candidatura de Patricia Mercado y el partido llevó a la campaña la agenda de una izquierda de nuevo tipo. Habló de derechos y de autonomía; de libertades, de ingreso universal ciudadano y de seguridad humana. El resultado fue más de un millón de votos y la consolidación del registro. El botín era demasiado grande como para que quedara en manos de quienes lo podían usar para consolidar la oferta política. Los gerentes se revelaron y decidieron quedarse con los recursos y la patente. Echaron a golpes a quienes los podían atar de las manos para su negocio.
Pero esa no es la más grave derrota de la idea socialdemócrata en México. Lo es más la vulgarización del término, su utilización para enmascarar las más viejas prácticas con un nuevo nombre. Que el PRI se presente hoy como socialdemócrata, cuando es de todo mundo conocido cómo ejercen el poder sus gobernadores, cómo siguen comerciando con la pobreza de la gente, cómo corrompen a las sociedades ahí donde siguen gobernando; o que una parte del PRD use la etiqueta para cubrir las vergüenzas de su construcción de componendas son hechos suficientes para que el término no tenga ya ningún contenido renovador.
Pero que un charlatán se presente como presidente del Partido Socialdemócrata simplemente causa grima. El tonto de marras, desde la frivolidad absoluta, se ha dedicado a convertir una agenda que no entiende y que sólo ha hecho suya cuando ha visto que le reditúa en una caricatura. La última es de vergüenza ajena. Anteayer el señor Díaz Cuervo salió a decir que era partidario de la legalización de la marihuana y después de la cocaína, para que con eso la gente tuviera para entretenerse. No cabe mayor estupidez. Es evidente que no entiende en absoluto lo que significa un planteamiento serio de reforma a la política de drogas.
Frente a la vulgarización, la frivolidad y la simulación, he dejado de considerarme socialdemócrata. Creo que es tiempo de volver a empezar y sumar esfuerzos para recuperar la política secuestrada por los negociantes. La transición mexicana a la democracia ha fracasado y es tiempo de un nuevo impulso democratizador que venga desde la ciudadanía que no se siente representada por estos farsantes.
jorge_javier_romero@yahoo.com.mx

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